La chica venezolana del kiosco: su nombre y su historia
- María Delfina Carmona
- 10 nov 2018
- 7 Min. de lectura
Para escribir estas líneas necesito salirme de lo políticamente correcto, de las estructuras narrativas de las noticias, de la frialdad de la tercera persona y de la voz pasiva. Necesito correrme de mi rol de estudiante de Comunicación Social y dejar que mi yo más humano pueda hacerle justicia al encuentro que tuve con una joven venezolana llamada Wilanyi Duarte y, así, poder transmitir el brillito de sus ojos cuando me hablaba de lo mucho que extraña a su mamá y la impotencia y la emoción que me generó cuando mencionó que, allá, en su país natal, es normal que los niños mueran desnutridos en las escuelas por falta de alimento.
Wilanyi Duarte es muy parecida a mí. Ambas tenemos 21 años, tenemos una vocación muy clara y nos gusta estar en familia. En otras circunstancias, nuestras vidas podrían haber seguido su rumbo en paralelo y nunca nos hubiéramos cruzado. Entonces, ¿por qué esta chica que hace tres años comenzó a estudiar para ser licenciada en Aduanas y Comercio Exterior en su tierra venozolana hoy me atiende en un kiosco del conourbano bonaerense? ¿Por qué tuvo que emigrar de su país? ¿Por qué trabaja en mi país con el solo fin de enviarle dinero a su familia?
Wilanyi y yo somos muy parecidas aunque hay una diferencia estructural: ella nació en Venezuela y tiene que acomodarse al contexto de su país aún estando lejos. Un día como tantos, Wilanyi tuvo que empacar sus pocas pertenencias, aceptar sin más el pasaje que le compró su novio desde Argentina y decirle adiós a su mamá, papá y hermana para lanzarse a la incertidumbre de dejar lo conocido. Wilanyi es víctima del contexto en que nació.

A la semana de llegar a la Argentina, consiguió trabajo cerca de su casa. (Foto: MDC)
“¿Qué hago aquí?”, esa era la pregunta que le sonaba cada vez que en su Caracas se subía a un metro con más personas que lugar físico; cada vez que escuchaba de tanta gente a la que matan en intentos de robos; cada vez que veía a un compañero de su facultad desmayarse por no comer; cada vez que trataba de ayudar a su abuela enferma y recordaba que no hay remedios ni inyecciones para mejorar su salud. “¿Qué hago aquí?”... Lo único que la ataba, sin dudas, era su familia y su carrera pero su padre había sido muy claro: “Si tienes la posibilidad de irte, hija, ve”. Una de sus profesoras le había confesado que ella, aún con un buen cargo dentro del organismo de Aduanas y Comercio Exterior, no tenía lo suficiente para mantener a su familia. Eso le hablaba todavía más de un futuro poco prometedor. Mientras, su novio, que desde enero de este año está viviendo en nuestro país, le insistía para que venga. Wilanyi me cuenta entre lágrimas: “Yo tenía mucho miedo. No sabes ni qué hacer porque es fuerte, puedes irte para vivir mejor pero no eres ajeno porque tu familia es la que se queda”. El factor detonante fue la salud de su abuela: “Ella tiene 84 y no teníamos ni la pastilla para su tensión, eran muchas cosas... llegué a sentirme un gasto para mi familia. Por lo menos, desde aquí, puedo mandarles una ayudita aunque sea muy pequeña”. “Yo no pensaba juntarme con alguien así tan rápido a los 20 años; obviamente siempre pensé en casarme, tener hijos, pero siempre lo pensé para después de graduarme”, cuenta Wilanyi asumiendo una vida llena de responsabilidades que no había previsto para esta etapa. Con respecto a la idea de ser madre en algún momento, dice: “Gracias a Dios no tengo hijos. Tampoco quiero por ahora porque son doble gasto. Y en Venezuela es imposible: no hay pañales, ni fórmula para los bebés, su ropita es muy costosa... Los pañales son incomparables de caros o te cobran en dólares, por eso se usan toallitas de mujeres para más o menos solucionar el tema”.
“Te toca quedarte subsistiendo o te vas”, dijo. Y Wilanyi se fue. Ya no le quedaban cosas para vender ni podía seguir tolerando la inseguridad y el hambre. “Era por definición inaguantable: comíamos una vez al día. Me iba a la universidad sin comer, veía gente al lado mío desmayarse en plena clase y tenía miedo de que la próxima sea yo”, recuerda. “El gobierno te brinda una caja que abastece la comida supuestamente para un mes pero eso no alcanza ni para dos días. Y nada más se benefician las personas que estén a favor del gobierno o que trabajan en ministerios. Es su forma de amenazar: tienes que votar por mí para llevarte esto”, cuenta la valiente migrante y hace énfasis, cabizbaja, en cómo el hambre muchas veces ciega a las personas a la hora de tomar decisiones.
Su pareja fue quien hizo posible su migración a Argentina. Él emprendió su exilio a fines de enero de este año cuando la inflación venezolana rozaba el 400 por ciento y lo hizo atravesando todo Venezuela por tierra. “Fueron muchos días sin saber de él. No sabíamos si estaba vivo, si lo habían matado, si había comido”, cuenta. Una vez que llegó a la frontera venezolana con Brasil, se encontró con que toda esa zona está controlada por “puros ladrones, mafiosos, chicos de 15 años con pistolas más grandes que su propio cuerpo”; ellos son los que deciden quién entra, quién no y por cuánto. “Se conocen todos con todos ahí, no puedes imaginarte la magnitud de corrupción que hay: le pagas a un guardia que conoce a otro guardia del otro lado y, así, por 30 reales, pasas caminando por la frontera”, relatando la travesía de su novio para entrar al país.
Una vez llegado a Argentina los conflictos no cesaron: “En la Argentina no lo querían dejar pasar porque no tenía el boleto de regreso. Terminó pasando porque esa semana el presidente Macri había dicho que no le iba a pedir papeles a los venezolanos porque sino, él hubiera quedado varado allí”. En Venezuela, su novio se graduó de Marketing pero acá trabaja de encargado en una pescadería. “Su trabajo no tiene nada que ver con lo que estudió y el mío tampoco. Pero gracias a Dios nos va bien y estamos tranquilos... Porque sin papeles, sin estar legal, cualquier trabajo es bueno”. Recuerda que el día que llegó y vio todo lo que había en el kiosco en el que está trabajando, quería comérselo todo y mostrárselo a su mamá: “¿Pero, cómo se lo voy a mostrar si ella hace un año que no puede comerse ni un chocolate?”, relata con culpa. “Ella me llama todos los días para contarme que no consigue carne, huevos, ni pollo... Lo último que me contó es que mi hermana tiene que dejar de estudiar para ponerse a trabajar”. Cada vez que nombra a su mamá, los ojos de Wilanyi se llenan de lágrimas. “No es nada fácil. De verdad que despedirte de tu familia es horrible, yo sentí que estaba vacía, que debería estar en mi Venezuela porque es mi cultura, que no puedo cambiar lo que me tocó de la noche a la mañana. De veras los extraño mucho”, cuenta.
También denuncia la xenofobia de países como Ecuador, Perú, Panamá: “Muchos venezolanos harán mucho mal pero una gran mayoría tiene ganas de trabajar, ganas de salir adelante y reunir dinero, porque no quieren volver a pasar lo mismo que pasa en nuestro país”. Me cuenta que consiguió trabajo a la semana de llegar y que hace poco se cumplieron cuatro meses desde que llegó: “Yo le agradezco a los argentinos porque aquí me tratan bien, las personas que vienen al kiosco me tratan como si fuera una persona más”, y aclara, “sé que es algo súper normal si lo piensas, pero eso se perdió en Venezuela”. Ella afirma que no solo es grave la situación que están pasando sino que la cultura también se perdió en su país: “Hace falta que cambie el gobierno… pero también hace falta también que cambien las personas”. “El gobierno no lo va a solucionar todo”, concluye.
Además de la inflación, la corrupción y la inseguridad latente, en Venezuela hay censura en los medios: “Quienes siguen viviendo en Venezuela se enteran qué pasa allí porque tienen familiares viviendo afuera. Aquí en Argentina, por ejemplo, llegan las noticias más rápido que estando allá porque Maduro mandó a comprar o cerrar todos los medios”. Wilanyi agrega: “Es una dictadura disfrazada de socialismo”.
“Extraño todo. No me arrepiento de haber venido para acá... pero la parte familiar es muy fuerte, muy duro. No es nada más que dejar tu todo: tu mamá, tu papá, tu familia, quién eres”, confiesa esta chica de 21 años recién cumplidos. Y así como me conmueve esta historia, solo es cuestión de pensar en ella como en los tantos otros millones de venezolanos que padecen una historia similar. Todos sufren hambre, todos tienen miedo.
Este es un relato con nombre y apellido que condensa el presente del muchacho que atiende el puesto de diarios, del verdulero, de la chica que trabaja como empleada doméstica en lo de un familiar, del que limpia la peluquería y de tantos otros venezolanos que nos cruzamos en la diaria sin darnos cuenta. Estas personas hace cinco años jamás se hubiesen imaginado vendiendo verduras o barriendo pelo del piso. Cada uno de ellos tiene una vocación, algo que los apasiona y, sobretodo, algo que extrañan. En la vorágine de la rutina, es normal que entremos a un kiosco, elijamos lo que queremos y nos limitemos a responder con un “muchas gracias” en el momento de pagar e irnos. No nos cuestionamos (o por lo menos, no me cuestiono) si quien atiende es paraguayo, peruano o venezolano. Ni mucho menos nos detenemos a pensar cuál es la historia de esa persona ni por qué tuvo que migrar de su país.
Tenemos la costumbre a estudiar la historia. Estaría bueno que adoptemos la costumbre de registrar el presente.
Esta es la historia de Wilanyi Duarte. Este es el presente de Venezuela.
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